El último viaje de verano con mi padre, junto a su señora y mi hermano pequeño, fuimos al tranquilo balneario de Guanaqueros.
La mayor motivación para ir fue intentar conectar con mi casi veinte años menor hermano. Por ello, compartimos sin problemas una habitación en una casa que funcionaba como un refugio nocturno.
Dado el tiempo y la serenidad del mar, que prácticamente era una taza de leche, entré en el agua por más tiempo de lo usual. Mi padre me prestó unos lentes, los que me dieron la seguridad de poder observar el fondo marino en detalle y bajar la ansiedad. El mar, grandes volúmenes de agua, siempre me habían producido una sensación de vulnerabilidad, como si pudiese venir algo del fondo.
El sol quemaba la piel, mientras el agua mecía y refrescaba los pensamientos. Un juego se volvió el descender al fondo y salir, probando cuánto tiempo podía estar sin respirar, para luego enfocar la atención en el fondo marino.
En ese fondo descubrí a unos crustáceos en sus caparazones. Para mi asombro, pues no sabía de su existencia, había lo que reconocí como poblados de cangrejos ermitaños. Estos seres se asomaban de sus caparazones cuando me acercaba, levantando sus pinzas hacia mí. No supe si querían amenazar o adorar a este rostro gigante.
Más tarde, mi pie derecho rozó algo en el fondo. Al investigar, recuperé un marisco. Resultó ser un ostión que guardamos en el balde con el que mi hermano jugaba a crear castillos de arena. Apelando a mis habilidades, y pese a no ser fanático de los moluscos, me propuse ir en la búsqueda de más ostiones para preparar algún plato, por diversión.
Tras horas de no encontrar molusco alguno, me aproximé al balde con agua. La decisión era fácil, no iba a matar al bicho solamente para comer la unidad. Puse el ostión en la palma de mi mano, dispuesto a liberarlo. En eso, se abrió la concha y me lanzó agua a los ojos.
Cómo era posible que un ser que no posee ojos, una existencia inferior, pudiese reconocer lo que es la vista de otro ser y atacar a esto, todo con la intención de poder seguir viviendo. En ese momento me reí y fui a dejar de forma cuidadosa mar a adentro a aquella criatura que se había ganado mi respeto.
Durante la noche, en mis últimas horas antes de tomar el bus de regreso, mi padre insistió en ir a comer a una picada del lugar. Estando allá, y a modo de venganza quizás, pedí ostiones a la parmesana.
Cuando llegó el plato, me cuestioné por qué había pedido eso, si ni me gustaban los mariscos. Haciendo frente a mis decisiones, comencé a comer los ostiones. Recuerdo pensar que estaban ricos, aunque me costaba un poco tragar.
Luego, algunos pensamientos comenzaron a rondar: se trataba de quince ostiones que costaban $10.990; el dinero, siempre sucio, siempre violento. Hipocresía, en qué estaba. Por un capricho, habían acabado con estas quince vidas. Sus restos cocinados en queso parmesano, una exquisitez que aspira a seguir la denominación de origen. Cadáveres cocinados en sus jugos y envueltos en ralladuras de queso.
Las contradicciones se agudizaron, y comenzó la revolución interna. Sentí asco, asco por la mediación del dinero, por ser un capricho, por los asesinatos. Casi vomité, todo esto sin emitir una palabra.
Y las palabras se revolvieron y luego tuvieron sentido: “no soy ni responsable de mis asesinatos”.
Esa idea se cristalizó y con los días se transformó en una idea, en una regla: solo comería carne de aquello que matase.
No fue un gran lío, tampoco
costó demasiado. Se trataba de ser responsable, al menos mi entendimiento de lo
que es la responsabilidad personal.
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