viernes, 1 de noviembre de 2013

Algo me pertenecía

Me enteré, como cuando escuchas palabras que no van dirigidas a ti, de que ella no iba a estar estos días.
Raudo tomé el llavero de corazón, de un peso que no va con su tamaño, y me dirigí a sus tierras.

Aspiraba aire por montones y espiraba nerviosismo húmedo. En el fondo de mi corazón, muy distinto al llavero que lo representa, tenía miedo de ser descubierto. Por eso subí las escaleras poniendo una mayor atención a mis pasos, más que la de costumbre. Y a pesar de mi invisibilidad, un sentimiento de angustia no paraba de hablar tras mis pensamientos.

Abrí la puerta, era de noche. No había luces encendidas, seguramente la información de la que me hice era verídica. Irrumpí en la morada y ya no había vuelta atrás, de ser descubierto, no tendría forma alguna de explicar mi cometido. Ni yo mismo me podía explicar la urgencia de la tarea.

Avancé hacia el lugar que meses atrás era sagrado. El olor del ambiente me transportaba a vidas pasadas y los recuerdos desfilaban uno tras otro, afilados y dispuesto a cortar mi alma al menor descuido. Me protegí, no estaba allí por ella. Estaba allí por mí. Después de unos minutos, en los que no me sentí a salvo ni un segundo, logré dar con ese algo que me llamaba.

Era algo que había dejado en su habitación, algo que tenía que recuperar a toda costa porque era un algo muy mío, tan mío que no podía pedírselo. Entonces, lo guardé en mi bolsillo derecho. Tomé el llavero de corazón y lo arrojé entre la ropa amontonada en el piso. Un ojo humano no notaría ninguna perturbación en el ambiente, pero los de ella nunca fueron ojos humanos. Ella, posiblemente, jamás sabría qué faltaba en su habitación, en su mundo. Pero sus ojos le entregarían la intuición de que algo ya no estaba en su lugar.

Ella sabría, sin saber, que estuve allí y que recuperé algo que ella no podría tener nunca más. Y hasta cierto punto yo quería que ella lo supiera y se ahogara en esa ausencia. Pero qué más daba, lo que me llevaba apenas tenía peso para los mortales. Entonces cerré la puerta desde afuera sin emitir más que el ruido del cerrojo y me despedí de ese dulce olor.

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