domingo, 8 de septiembre de 2013

Un rōnin

Sin la hacienda, un peón rōnin se dedica a su pedazo de tierra.
Los años de sol a sol han pasado dejando su piel y alma craqueladas.
El día se extiende según lo que la luz del sol permite.
De noche los sueños se confunden con la realidad.
Aparecen las voces, pero este peón ya las conoce y les concede su espacio.

En la tierra tiene alfalfa, en su mayoría, y una huerta donde cosecha algunos vegetales.
Además posee cinco ovejas y dos caballos.
Todos los días saca a sus ovejas del corral y las lleva a pastar.

Una mañana, el peón va al corral como de costumbre.
Salen las ovejas menos una.

Extrañado y algo enfurecido entra en el corral.
Ve a la oveja inmóvil observándolo.
La insulta, pero la oveja no pestañea.
Intenta asustar con un movimiento brusco, pero la oveja no se da por enterada, está con la mirada fija.
El hasta ese momento peón zen se irrita y maldice a la oveja.
La oveja lo mira directo a los ojos lo que lo lleva a callar.
Desaparece el tiempo.
Sin poder moverse el peón acepta la muerte.
Soy oveja– pronuncia sin hacer gesto alguno.
Tras ser convocadas, estas palabras rebotan en la cabeza del peón. Toman velocidad progresivamente a tal punto que ya no se pueden distinguir.
El animal se mueve y rompe el hechizo. Aparece el tiempo y aparecen las palabras.
La oveja se retira hacia donde se encuentran las otras ovejas.

El peón no entiende, y duda de si ese instante existió. Duda de su propia existencia.
De todas formas el tiempo hace fluir los imposibles y la vida sigue.

Cada tarde y cada mañana el peón guarda y saca a las ovejas sin pronunciar palabras, sin pensar palabras y evitando sus ojos.
Hay una tensión en cada uno de estos encuentros, pero es como la tensión de agua: existe y permite ciertas peculiaridades en la dinámica del fluir.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gustó mucho.